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Algunas observaciones sobre el estado actual de la bioética en Argentina (página 2)




Enviado por Delia Outomuro



Partes: 1, 2

 

Cultura e instituciones:
su función

El concepto de
cultura ha
variado a lo largo del tiempo. No se
trata de un concepto estático sino de un constructo. Las
ideas dominantes en cada momento lo condicionan y, de esta
manera, iluministas, evolucionistas, funcionalistas y
estructuralistas diferirán en su conceptualización.
Me remitiré a Malinowski y a Radcliffe Brown quienes
definen cultura como conjunto de instituciones.

Para Malinowski una institución es un grupo humano
vinculado a un medio
ambiente, dotado de equipamiento material y del conocimiento
para su uso, sumado a normas y leyes que
gobiernan al grupo, más un conjunto de creencias y
valores,
tendiente a cumplir una función2. La
función
(y esto es muy importante) es satisfacer alguna necesidad
psicobiológica del individuo. En
otras palabras: dada una necesidad psicobiológica,
allí estará la cultura para crear alguna
institución que la satisfaga.

Por su parte, Radcliffe Brown, considera que la cultura
y, por lo tanto las instituciones, no responden a las necesidades
del sujeto sino que, por el contrario, satisfacen las necesidades
de la sociedad. En
este sentido, la institución subordina a cada individuo a
las demandas sociales. La cultura, a través de las
instituciones, impone pautas de conducta
estandarizada con el fin de mantener el orden establecido. Por lo
tanto, una institución es una forma de comportamiento
estandarizado cuya función es resolver la tensión
entre intereses, evitando una ruptura de las relaciones sociales
que afectarían el funcionamiento de la estructura
social; en tal sentido, la institución impone
sanciones positivas (de aprobación) o negativas (de
castigo) según se cumplan

o no las normas(5). Las religiones y el poder judicial
son ejemplos paradigmáticos.

Observaciones sobre el estado
actual de la bioética

La bioética
llega a la Argentina de la mano de José Alberto Mainetti.
Con él, el discurso
bioético transitará por el campo de las humanidades
médicas y estará fuertemente impregnado, en mi
opinión afortunadamente, de contenidos históricos y
sobre todo antropológicos. A través de la
Fundación Mainetti y del Departamento de Humanidades
Médicas de la Universidad de La
Plata irá, poco a poco, adquiriendo entidad y transitando
por las tres etapas evolutivas que distingue Fernando Lolas: las
etapas emotiva, reconstructiva y de consolidación
disciplinaria(1)3. En las
características que describiré a
continuación pretendo mostrar que en la bioética
argentina coexisten estas tres etapas y que los peligros
inherentes a cada una de ellas desvirtúan su cometido
emancipatorio.

1. La confusión con el legalismo y la
juridificación de los conflictos
bioéticos

El discurso ético distingue entre legalidad y
legitimidad. Aquello que es conforme a la ley positiva es
legal. Aquello que es conforme a la ética es
legítimo. Como es de suyo conocido, no todas las leyes son
éticas, es decir, no todas las leyes responden a una
fundamentación ética que las legitime. A su vez, no
todo lo que puede ser ético es legal. Lo ideal
sería que existiera una coincidencia plena entre lo
ético y la ley, pero no siempre es así. Las leyes
son insuficientes para garantizar que una sociedad sea justa pues
no siempre protegen eficazmente los derechos de los ciudadanos
y, además, no suelen contemplar los casos
particulares.

La bioética, en tanto transdisciplina, ha de
dialogar con el derecho positivo,
pero evitando la tentación de reducirse a él y de
incurrir en el legalismo. La reflexión ética no
sólo excede el marco de lo legal sino que, además,
lo incluye como objeto de estudio en su intento de legitimación del derecho.

Sin embargo, en nuestro medio es habitual la
confusión de la ética y, por lo tanto, de la
bioética con el derecho y la deontología
médica. Es frecuente observar, verbigracia, el tratamiento
de problemas
tales como el aborto, el
transplante de órganos o la problemática referida
al SIDA4, exclusivamente desde la ley vigente. Junto
al legalismo, se advierte una tendencia a juridificar la
conflictividad bioética, en la convicción de que
cada sentencia resuelve cada problema. Cabe señalar que
"juridificar es un tipo de acción
propio de sociedades con
escasa libertad,
mientras que en las sociedades más libres la necesidad de
la regulación legal es menor porque los ciudadanos ya
actúan correctamente(6)".

Es notoria la insistencia de los legisladores en la
presentación de proyectos de ley
sobre clonación, investigación con seres humanos, salud reproductiva o la tan
mentada "muerte digna".
Las propuestas se formulan con pasmosa superficialidad y sin que
estos temas hayan sido siquiera motivo de un profundo y verdadero
debate en la
comunidad,
como lo ha sido, por ejemplo, el tema de la eutanasia
entre la población holandesa. Se respira un aire de ingenuo
positivismo en
estas pretensiones. Del mismo modo en que la filosofía
decimonónica confiaba la resolución de los grandes
problemas de la humanidad al desarrollo de
la ciencia,
nuestros legisladores (y no sólo ellos) apuestan a que la
ley disuelva los dilemas bioéticos. Hecha la ley, resuelto
el problema. Pero nada más lejos de la
realidad.

Además, como señala Adela Cortina, el
Estado exige
el cumplimiento de las normas jurídicas promulgadas
mediante la coacción, es decir, posee el poder de
castigar a quien las transgreda. De esta manera, el derecho
tiende a preservar la racionalidad estratégica en lugar de
la racionalidad comunicativa5 porque la ley suele
cumplirse estratégicamente: por miedo a la sanción
y no por propia convicción.

El legalismo y la juridificación de la
bioética –en tanto imponen un modo de acción
uniforme, en tanto no dejan espacio para la reflexión ni
para el diálogo,
en tanto impiden la realización de los diferentes
proyectos de vida de los actores sociales– sólo
contribuyen a dejar las cosas como están. La
institución bioética, al igual que el apego
farisaico a la ley, cumple así la función de
mantener vigente el ethos hegemónico. El reduccionismo
legal de los problemas éticos equivale a renunciar al
análisis racional de los mismos y a no
asumir la responsabilidad de las propias decisiones. El
legalismo corresponde a la etapa infantil (Piaget) y
convencional (Kohlberg) de la formación de la conciencia.

2. El fundamentalismo como otra estrategia para
perpetuar el statu quo

En la misma línea del legalismo, se advierte el
peligro del fundamentalismo, sea este religioso o no. Para las
ideologías antiliberales hay principios
apodícticos y autoevidentes. Aquellos iluminados, que
creen tener el privilegio de aprehenderlos, se endilgan el
derecho y el deber de exigir su cumplimiento a todos, incluso
mediante la fuerza. En
nuestro ámbito latino y católico algunos discursos
totalitarios suelen estar ligados a cosmovisiones religiosas.
Para muchos, la tolerancia es
todavía un vicio y la intolerancia una virtud. "La
bioética se está convirtiendo en nuestro medio en
un lugar de confrontación de las actitudes
liberales y antiliberales, o tolerantes e intolerantes. El
pluralismo es visto en nuestro mundo latino, aún hoy, como
un grave y serio peligro(7)".

A diferencia de la secularidad presente en la
bioética norteamericana, los discursos bioéticos
latinoamericanos suelen estar sesgados por estas cosmovisiones
religiosas, muchas veces de manera solapada o revestida de un
maquillaje pseudopluralista. Al confundir ética con
religión
se corre el riego de adoptar posturas fundamentalistas. En estos
casos, la sociedad deviene totalitaria, porque un grupo impone a
los demás su ética de máximos y aquellos que
no compartan ese ideal de felicidad impuesto se ven
discriminados y/o coaccionados. Por desgracia, en la historia abundan los
ejemplos que ilustran las graves consecuencias acarreadas por
este tipo de actitudes.

Quien trabaje en ética seriamente ha de tener
presente la diferencia entre ética y
moral, así como ha de tener claro que no existe una
única moral como
tampoco una sola teoría
ética. Deben ser reconocidas y respetadas las morales
religiosas, pero también ha de rechazarse cualquier tipo
de adoctrinamiento, pues ello atenta directamente contra la
esencia de la bioética.

En este sentido es de destacar la posición de
Tristram Engelhardt, quien confiesa ser "católico
ortodoxo, tejano converso" y tener convicciones morales que
difieren sustancialmente de su propuesta bioética. Su
proyecto
apuesta, sin embargo, a una sociedad libre y democrática y
permite vincular a "extraños morales". Como estos
extraños morales "no escuchan a Dios" de la misma manera,
sólo resta la opción de un acuerdo pacífico
entre ellos acerca de cómo encarar cada
conflicto(8).

Cuando una comunidad identifica la moral con
la religión, los no creyentes se encuentran en una
situación compleja. El apelar a argumentos para defender
sus valores y principios es visto con reticencia pues, para los
creyentes, la fundamentación de la obligación moral
se halla sólo en la voluntad de Dios.

Estas posturas son incongruentes con una bioética
entendida como disciplina
dialógica. En este marco, su discurso se legitima
precisamente por ser un diálogo secular y procedimental.
No hay aquí, por lo tanto, lugar para "el reduccionismo
creencial de aquellos que intentan imponer sus convicciones a
otros y creen su deber propagar dogmas. Es por eso incongruente
ad initio una bioética dogmática, fundamentada en
un esfuerzo misionero o en el magisterio confesional(3, pp.
29-39 )
".

3. El charlatanismo como expresión de la
etapa emotiva de la bioética

Como señalara, la etapa emotiva perdura en
nuestra bioética y su mayor riesgo es el
charlatanismo. En este tema no están ausentes los medios de
comunicación. Lamentablemente, los medios no
suelen aportar información, mucho menos conocimiento. Su
propósito es comunicar la noticia; y noticia no es
sólo lo nuevo o infrecuente sino lo que conmueve, aquello
que provoca impacto social.

La presentación amarillista y, con inusitada
frecuencia, de situaciones relacionadas con la eutanasia, el
transplante de órganos, las técnicas
de fertilización asistida y, más recientemente, con
la
clonación, provocan la curiosidad de la
población e invitan a arduas polémicas en torno a los
límites
que ha de tener la ciencia.

Por cierto que ha de celebrarse la participación
de la comunidad en estos asuntos, como en cualquier otro tema de
interés
público. Es más, uno de los méritos de la
bioética es haber acortado las distancias entre "expertos"
y profanos. Pero a lo que me refiero es al curioso
fenómeno sociológico por el cual algunas personas
se arrogan el derecho de dictaminar acerca de lo que está
bien o está mal, de lo que debe o no debe hacerse, sin
haber hecho siquiera el mínimo esfuerzo intelectual por
fundamentar sus afirmaciones. Muchas veces se trata de buenas
personas o de personas con buenas intenciones. Pero la bondad y
la sensatez no se implican mutuamente.

Quizás convenga aquí recordar la
clásica distinción aristotélica entre doxa y
episteme. La primera es la opinión, el pre-juicio. La
segunda es el
conocimiento, el juicio. Todos podemos opinar y todos
también podemos formular juicios. El problema de los
charlatanes consiste en que presumen de doctos y se mantienen en
el campo de la doxa considerándola
ortodoxia.

También aquí sería atinado
distinguir entre el saber moral y el conocimiento ético.
Moral y ética coinciden en el lenguaje
normativo en que se expresan pero difieren en otros
múltiples aspectos. La moral presupone principios y los
aplica a casos concretos, responde a la pregunta qué debo
hacer frente a esta o aquella situación. Es un saber
espontáneo, pre-reflexivo, pre-sistemático y
a-crítico. Se desenvuelve en el plano de lo que es de
hecho, de facto. En cambio, a la
ética le interesa saber de dónde extraen su validez
las normas o costumbres, de dónde surge su obligatoriedad.
En otras palabras, indaga por el por qué debo; pretende
pasar de lo que es de facto a lo que es de jure, del plano del
ser al plano del debe ser. La reflexión ética
intenta fundamentar las normas, las costumbres, los valores;
es la aplicación de la razón a ese conjunto de
creencias, hábitos y códigos de normas que cada
cultura posee como una de sus características
constitutivas(9).

Nuestros charlatanes se mueven en el plano de la doxa y
de la moral. Pero el tratamiento serio de cualquier tema (incluso
más allá de la bioética) supone la
deliberación crítica. Esto significa reconocer que la
razón tiene, por un lado, presupuestos
y, por otro, la capacidad de reflexionar sobre ellos
críticamente. Significa, asimismo, reconocer los
límites de la racionalidad: el hecho de que la
razón humana no puede dirimir definitivamente las
distintas cuestiones. No sólo Dios, también la
Razón ha muerto. Por eso, quien delibera
críticamente sabe que no hallará un respuesta
definitiva, pero también sabe que tiene que considerar
distintas opciones y que no todas ellas están sustentadas
por argumentos del mismo peso(7).

Resulta llamativo observar que en el charlatanismo (en
ese manejo acrítico, asistemático y pre-reflexivo
de los temas éticos) pueden distinguirse, al menos, dos
grupos de
individuos. Por un lado, encontramos a aquellos que, llegados a
cierta edad deciden incursionar en este campo del mismo modo que
lo harían en cualquier actividad lúdica o
recreativa. Suelen ser profesionales de la salud que han gozado
de éxito y
prestigio en su profesión, por ejemplo eximios cirujanos o
destacados jefes de servicio.
Pasados los años de labor y encaramados aún en el
reconocimiento obtenido en su vida académica, creen estar
en condiciones de dictaminar, como lo hicieron quizás
legítimamente en sus respectivas especialidades, sobre
asuntos morales6. Por otro lado, hallamos a una serie
de individuos que, en este caso, no suelen proceder
exclusivamente del campo de la medicina; se
trata de personas simples, posiblemente bien intencionadas, pero
cuyo afán de protagonismo llega a obnubilar de tal modo su
autocrítica que son capaces de hablar de todo en cualquier
lugar y ocasión.

La bioética viene a funcionar aquí como
aquella institución que satisface las necesidades
psicológicas de la meno/andropausia de los unos y de la
megalomanía de los otros. El tema parece menor pero en
realidad no lo es, porque también conlleva el peligro del
autoritarismo. Autoritarismo que no siempre es fácil de
identificar, pues suele estar encubierto por el velo de la
seducción que estas buenas personas despliegan: "la
ignorancia piadosa, cuando es militante y pontifica, hace un
daño
irreparable a la bioética(3, p. 69)". Yo
agregaría: y a la sociedad.

4. La expertocracia exclusiva y excluyentes de los
"bioéticos"

Como ocurre con cualquier disciplina, la bioética
–al entrar en la etapa de consolidación–
cuenta con sus propios especialistas. Por cierto es éste
un peligro incipiente en nuestro medio ya que lo que más
abunda son los representantes del tópico anterior. Sin
embargo, poco a poco se advierte esta tendencia hacia la
expertocracia. Ello ocurre en la medida en que proliferan los
posgrados en este campo, pues quienes egresan suelen confundir, a
veces, el tipo de experticia que han adquirido.

Muchos egresados se ofrecen como asesores o consejeros
bioéticos y el mercado suele
ser, en ocasiones, propicio, pues es tal el desconocimiento sobre
el tema que no pocas instituciones sanitarias aspiran a contratar
a estos presuntos expertos con el propósito de hallar
solución a todos sus problemas. Del consultor ético
se espera pragmatismo,
esa respuesta acertada que evite la incomodidad
psicológica de la incertidumbre y, por qué no, los
costos de
la
administración sanitaria y de los tribunales de
justicia.

Se olvidan que, en bioética como en ética,
más que problemas existen dilemas y más que
resolución hay, con suerte, disolución de los
mismos. Quienes demandan soluciones de
expertos, en el fondo buscan una autoridad
moral que les permita garantizar e imponer una determinada
política
sanitaria. No comprenden que ni Dios, ni la Razón ni la
Bioética evitarán la perplejidad que se siente
frente a cualquier conflicto
moral, como así tampoco nos liberarán de estar
condenados a la libertad.

Cuando esto ocurre, esto es, cuando el experto decide y
dictamina, nuevamente la bioética se desvirtúa y
funciona como institución que satisface, o bien la
necesidad de protagonismo del experto o bien la necesidad de
persistencia del sistema. La
bioética acaba formando parte de lo establecido. Porque,
como también sostiene Tristram Engelhardt "estas consultas
y este asesoramiento pueden desembocar en la imposición de
una visión moral, de una ideología u ortodoxia moral particular como
si la razón misma lo exigiese. Tales asesores trabajan en
parte como lo hacen sacerdotes, rabinos o pastores en un contexto
religioso, pero sin admitir una actitud
sectaria(8, p. 17)". Y, en este sentido, el peligro que
representa el experto es aún mayor al del charlatán
o al del fundamentalista, pues bajo el prestigio cosmético
de una formación académica (knowledge is
power
) pretende conocer e imponer una determinada moral
secular material.

Como afirma Victoria Camps, el personaje denominado con
el barbarismo "bioeticista" nunca se equivoca ni podría
hacerlo porque, como de ética se trata, se supone que
aquí no hay lugar para la mala praxis, como
en las especialidades médicas. La verdad o la falsedad no
pertenecen a la ética. Hago propias las siguientes
expresiones:

"Por mi parte, veo un peligro en la concepción de
la ética que pretende equipararla a cualquier otra
disciplina. El conocimiento moral no es exactamente un
conocimiento más, sumable a los distintos saberes, cada
vez más específicos y especializados. Ni el
filósofo, el eticista o como quiera llamársele,
tiene que convertirse en un experto entre otros, un experto que
atiende a un aspecto del conocimiento que él domina porque
ha hecho de él su profesión. El peligro es
profesionalizar la bioética y crear al
‘bioeticista’(10)".

Pero, entonces, ¿deberíamos continuar con
la formación académica de posgrado?,
¿puede

o no haber expertos o especialistas en bioética?
Y si la respuesta es afirmativa, ¿a qué tipo de
experticia y competencias se
hace referencia?

Por mi parte considero que es deseable que
continúe la formación en bioética, tanto en
el posgrado como en el pregrado, en especial en las carreras
vinculadas a la salud. Ahora bien, cuando hablamos de
formación de posgrado en bioética debería
quedar claro que el propósito no es formar especialistas o
expertos que resuelvan los problemas morales. Creo haber
argumentado lo suficiente a este respecto e insisto que en una
sociedad libre, pluralista y democrática no hay lugar para
la profesión de moralista. Por lo tanto, las competencias
que ha de tener quien tome estos cursos se limitarán a un
papel algo más modesto que el de dar respuestas
categóricas. Su tarea será la de poner su
formación humanística al servicio del
análisis de los conflictos éticos,
iluminándolos como tales, descubriendo los valores en
juego y
permitiendo la participación simétrica de todos los
afectados en la toma de
decisiones. La pericia (expertise) del mal llamado
bioeticista será más un "saber cómo" que un
"saber qué". En síntesis,
su experticia ha de ser procedimental, es decir, la
identificación del procedimiento
justo para intentar resolver el problema.

Esperar otro tipo de competencias del egresado es
sencillamente insensato porque el discurso bioético (se ha
dicho hasta el cansancio) es un discurso sui generis; como
señala Fernando Lolas: un saber de los intersticios que
dejan entre sí diversas disciplinas, un discurso
transdisciplinario. Nadie que no sea omnisciente puede arrogarse
la propiedad de
semejante empresa.

5. El snobismo bioético (last but not
least)

He aquí una característica de reciente
adquisición: la bioética se ha puesto de moda. No
sólo todos quieren ser "bioéticos" sino que
también todo, es decir, cualquier cosa deviene un
fenómeno bioético. En este sentido, la vaguedad que
caracteriza el término ha contribuido a evitar un atinado
recorte de la realidad. Resulta llamativo, por ejemplo, que la
corrupción
presente en algunos sectores del gobierno o de la
administración
pública o privada sea considerada un problema
bioético, incluso entre quienes dicen saber de la materia. Otro
tanto ocurre con el bioterrorismo,
las armas
biológicas, las guerras en
general, la participación de los profesionales de la salud
en actos de tortura, los abusos sexuales o los debates
feministas, por citar algunos ejemplos. No cabe duda de que en
todas estas cuestiones exista un problema ético. Pero no
todo problema ético es un problema bioético. No
tener esto claro es nuevamente confundir los campos y reducir la
ética, cuyo ámbito de reflexión es mucho
más amplio, a una disciplina que tiene bastante de
ética pero que no la incluye totalmente.

Conclusiones

Jürgen Habermas distingue tres racionalidades:
técnica, hermenéutica y emancipatoria. Cada una se
vincula con algún tipo de interés. La primera, con
intereses técnicos y tiene como finalidad el dominio y
control de la
naturaleza. La
segunda se relaciona con intereses comunicativos, su
propósito es la
comunicación y el entendimiento (aunque, a veces, la
incomunicación y los malos entendidos) entre individuos y
comunidades. La tercera tiene que ver con intereses que persiguen
la emancipación, la liberación. Esta racionalidad
es propia de la reflexión y de las disciplinas
críticas.

En una comunidad ideal de diálogo, los hablantes
no están condicionados más que por intereses
emancipatorios, de modo tal que la autorreflexión permite
establecer modos de comunicación haciendo razonables las
interpretaciones(11). En este contexto, el mejor argumento
es aquél que nadie impone, pero que se impone a todos. La
bioética debería promover la realización de
esta comunidad ideal de comunicación. De todas las
definiciones de bioética, y en el marco
teórico de la ética discursiva, rescato la
siguiente como el medio más adecuado para alcanzar ese
objetivo:

"Como bioética en este carácter (procedimental y
metodológico) entendemos las formas de empleo del
diálogo para articular y en lo posible resolver los
dilemas causados por las ciencias y las
tecnologías(3, p.20)".

De esta definición resalto los siguientes
aspectos:

1) Se trata de una disciplina dialógica, por lo
tanto, secular y procedimental.

2) En bioética no hay problemas strictus
sensus
sino más bien dilemas o, mejor, poliemas. Esto
significa que no existe una única solución y
también que cualquier solución implica un nuevo
problema. De allí la importancia de respetar la diferencia
de opiniones fundamentadas.

3) De lo anterior se deduce que no siempre (o casi
nunca) es posible dar respuestas categóricas. Muchas veces
debemos contentarnos con la elucidación del conflicto. Por
ello, no puede haber expertos.

Si optamos por los intereses emancipatorios, por la
realización de la comunidad ideal de diálogo y
aceptamos la anterior definición de bioética, es
claro que esta disciplina ha de pertenecer al nivel
postconvencional de la conciencia moral, es decir, ha de ir
más allá de las normas jurídicas, religiosas
o sociales. En este sentido no puede ni debe funcionar como
institución. De permanecer en el nivel convencional, como
creo corre el riesgo de estar en base a las
características que he expuesto, negará el
pluralismo y pseudolegitimará lo que es de
hecho.

Defender el pluralismo no significa caer en el
relativismo absoluto, sino aprobar las opciones defendibles
argumentativamente y que no se opongan a los intereses del otro.
Una opción es correcta cuando puede ser aceptada por todos
los afectados y surge del diálogo en condiciones de
libertad y de simetría, es decir, cuando es el resultado
de la racionalidad comunicativa y no de la manipulación,
la coacción o la negociación estratégica. Por cierto
que cada quien llevará a la mesa de discusión sus
propias convicciones e intentará que sean compartidas por
los otros; todo esto es legítimo en tanto el camino sea la
invitación a través de la persuasión, en el
marco del respeto por las
diferencias.

Es aquí donde tiene lugar la tolerancia o,
más bien, preferiría hablar de solidaridad. Como
se sabe, el principio de tolerancia surge en el siglo XVII, como
una manera práctica de poner fin a siglo y medio de
guerras entre católicos y protestantes. En su origen no
implicaba, entonces, un reconocimiento positivo del derecho que
el otro tiene a sus propias creencias o valores. Se trataba
más bien de un compromiso táctico y negativo de no
beligerancia.

Cuando se acepta que las creencias del otro deben
respetarse porque ellas son en sí mismas respetables, la
tole- rancia abre paso a la libertad de conciencia, tarea que ha
tenido como pioneros a Espinoza y Locke(12). La
bioética debería avanzar por este camino y
conducirnos a la solidaridad: tolerancia, libertad de conciencia,
solidaridad.

Tolerar es aceptar pasivamente y con resignación
los intereses del otro, porque no queda otro remedio. Respetar la
libertad de conciencia es reconocer el derecho a la diferencia
pero, en mi opinión, también negativamente. Por el
contrario, la solidaridad conlleva la actitud activa y positiva
de colaborar con los proyectos del prójimo, por mucho que
ellos difieran de nuestras propias convicciones.

Esta comunidad ideal de comunicación sólo
puede realizarse cuando se respetan, glosando a Adela Cortina,
aquellos mínimos morales esenciales para la convivencia
democrática: el reconocimiento del otro como persona
así como de sus necesidades, proyecto e intereses vitales;
la disposición a razonar y a alcanzar acuerdos mediante
argumentos; el compromiso en la mejora material y cultural
tendiente a alcanzar el máximo de simetría y, como
se ha dicho, el reemplazo de la tolerancia por el compromiso
activo, es decir, por la solidaridad y la fraternidad. En
síntesis, de lo que se trata es de aprender de una buena
vez que respetar no es sinónimo de compartir y que
el respeto por el otro es condición sine qua non de
la vida democrática.

Notas

1
Sócrates
se llamaba a sí mismo "el tábano de Atenas" y no
por nada fue condenado a beber cicuta.

2 Tomemos como
ejemplo a la medicina o su equivalente en otras culturas (magia,
curanderismo, hechicería, etc.). Ella es una
institución que satisface la necesidad de mantener o
restaurar el estado de salud del individuo, independientemente de
lo que cada cultura entienda por salud. La materialización
de dicha institución también variará de
cultura en cultura, pero siempre podrán identificarse los
elementos contenidos en la definición. En la medicina
occidental, el grupo humano está conformado por los
profesionales de la salud; el medio ambiente
será el hospital, el centro de salud o el consultorio; el
conocimiento está representado por el saber contenido en
las distintas teorías
médicas; existen normas y leyes que reglamentan el
ejercicio profesional y, finalmente, creencias y valores
compartidos.

3 En la primera se
moviliza fuertemente la opinión
pública, todos son expertos porque todos tienen alguna
sensibilidad frente a lo que pasa y todos opinan. En la segunda,
los cultores de la nueva disciplina empiezan a ver sus conexiones
históricas y sociales, existiendo aquí el peligro
de asimilar lo nuevo a lo que ya se sabía. Finalmente, la
tercera etapa de consolidación disciplinaria se
caracteriza por la publicación de revistas especializadas,
el otorgamiento de grados académicos, la fundación
de sociedades, la creación de cofradías de expertos
y la profesionalización. Esta etapa conlleva el
riesgo de la mercantilización del saber bioético,
de su conversión en un producto de
mercado con la posibilidad de ser vendido, comprado o
intercambiado.

4 En la Argentina
existe la Ley Nacional de SIDA
23.798/ 90 (Decreto reglamentario Nº 1.244/91). Si bien la
misma pretende evitar la discriminación negativa así como
respetar la autonomía, un análisis crítico
de la misma pone de relieve
algunas inconsistencias en relación con estos
propósitos.

5 K.O. Apel y J.
Habermas distinguen entre racionalidad estratégica y
comunicativa. Quien hace uso de la primera considera a los
interlocutores como medios para sus propios fines; en este plano
es factible la manipulación y la coacción. En
cambio, una comunidad de diálogo que se maneje con la
racionalidad comunicativa considerará a todos los
interlocutores en simetría, con los mismos derechos de
defender argumentativamente sus intereses y, finalmente,
aceptará los proyectos compatibles con los intereses de
todos, aunque difieran entre sí.

6 Alguien ha dicho
que la medicina ha salvado a la ética. Análogamente
he escuchado decir a otros que la bioética ha salvado a la
historia de la
medicina. Hasta los ochenta, era frecuente en nuestro medio
que los médicos, llegados a su edad jubilatoria,
incursionaran en la historia de la medicina con la misma
superficialidad y falta de rigor que hoy se observa en
bioética. Los historiadores respiran ahora
aliviados.

Referencias

1. Lolas Stepke F. El discurso bioético y la
acción social. En: Actas de la Primera Jornada de
Bioética de la Facultad de Medicina de la Universidad de
Buenos Aires
. Buenos Aires:
Facultad de Medicina; 2002: 77-78.

2. Lolas Stepke F. Oficio de anotar. Santiago de
Chile: Editorial Universitaria; 2000: 175.

3. Lolas Stepke F. Temas de bioética.
Santiago de Chile: Editorial Universitaria; 2002:
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4. Lolas Stepke F. Bioética y Antropología Médica. Santiago de
Chile: Mediterráneo; 2000: 59-60.

5. Lischetti M. Antropología. Buenos
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6. Cortina A. Ética de la empresa.
Madrid:
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7. Gracia Guillén D. Fundamentación y
enseñanza de la bioética
.
Bogotá: El Búho; 2000: 63.

8. Engelhardt HT. Los fundamentos de la
bioética
. Barcelona: Paidós; 1995:
27.

9. Maliandi R. Ética: conceptos y
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. Buenos Aires: Biblos; 1991: 50.

10. Camps V. Una calidad de
vida
. Barcelona: Ares y Mares; 2001: 214.

11. Ferrater Mora J. Diccionario de
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. Barcelona: Ariel; 1994: 1542.

12. Gracia Guillén D. Bioética
Clínica
. Bogotá: El Búho; 2001:
125-126.

Delia Outomuro
Profesora Regular Adjunta de la
Facultad de Medicina en la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Argentina

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